
Siempre paseaba el cabrero a sus toscos animales por el prado verde de enfrente de mi casa, aquella que coronaba el valle del Guadalquivir, aquel que se llenaba de niebla en invierno. Silbaba a sus perros y con una simple mirada reunía a sus cabras, que pastaban frenéticamente, como barriendo el páramo de la suciedad verde esmeralda. Con el tiempo, esa estampa insufrible se volvió contra uno en un apoteosis sentimental. Y llegó la nieve y las letras y el árbol esponjoso de plástico y las luces de color eléctrico y los sueños imposibles que parecían pesadillas... ¿Que ha pasado? - me preguntaba cada noche. Yo me respondía con el cliché: "Las cosas del destino". Resultó no ser el destino el causante de mi fragilidad extraña. Era el cabrero, el pastor y su rebaño, el pastor que me confundía hasta de noche con los gruñidos de sus animales, con la nada exhalando un suspiro que no existe.
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