Érase una vez en una casa sencilla, vestida de blanco y de jardines tan verdes como la esperanza, un anciano solitario. Era alto, tenía una clava pronunciada, salpicada por alguna cana y poseía unos ojos de negro sombrío que exalaban un temor a aquel que los mirara fijamente.
Pocos habían estado entre las paredes de su hermoso hogar, aunque yo tuve la suerte, cuando mis piernas eran fuertes y mis cabellos de bruñido negro como la noche, de conocer aquel intrincado frenesí de papeles en desorden y polvo a doquier.
Mi abuelo no era un hombre corriente, sino un ermitaño de las letras. Nunca traspasaba la cancela verde que rodeaba al jardín. Arreglaba sus rosas amarillas, las margaritas que tanto gustaban a mi madre y tomaba el sol como todos los ancianos que frecuentan los pueblos.