Ciertamente, se podría decir de mí que soy gran partidario de Jorge Manrique. Siempre, como un extraño sendero obligado por mi corazón, he tenido admiración por lo pasado. Mis chalecos de cuando niño; los zapatos gastados que compre hace dos años; la maleta de hace tres cursos; Frank Sinatra y la música clásica; mi amor al ideal medieval; mi amor al mundo griego, tanto artístico y filosófico como vital... Y tengo 17 años.
Y ya expliqué, porque profeso tanto odio a esta modernidad en aquella entrada "El Monstruo de la Edad Contemporánea" Sin embargo, la cuestión va mucho más allá. Temo al futuro. Lo temo profundamente. Y no me aterra por mí, por mi devenir en el breve lapso temporal que me pertenece en esta larga línea del tiempo, sino por el futuro de la cultura. Soy el prototipo del conservador radical, lo sé, porque no defiendo los valores de nuestro antepasados, sino que defiendo la totalidad del cosmos clásico. Y en este descorazonador sentimiento hay también un poco de soberbia y desconfianza.
Mi ser está profundamente dividido entre mi razón, que aboga por avanzar junto al mundo, y mi mundo sensible, que me pide, me ruega profundamente que no deje de amar a nuestro pasado. Y ese mundo interior envidia, se ha vuelto malhumorado contra los adultos, los mayores, los libros de historia... porque ellos, con derecho o sin él, han vivido aquellos tiempos sagrados para mí.
¡Maldito tiempo que pasa. Maldita eternidad que no llega!
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